Al amparo de una chaqueta, un par de guantes y una bufanda que amenazaba con estrangularle, atravesaba una de las grandes avenidas que dividen, de un extremo de la ciudad al otro, los barrios buenos de los indeseables. Entre dos realidades y desequilibrios se dirigían sus pasos sobre la alfombra de polvo y agua, pues había llovido, que dejaban un aroma rancio que despejaba sus fosas nasales.

A lo largo de toda la calle, de un lado al otro, de un balcón al otro balcón y de una farola a la siguiente, cientos de luces de colores, papanoeles trepadores y adornos de una variedad cromática casi infinita, recordaban subliminalmente la gran fiesta neo-pagana del espíritu de la alegría y del amor.

No sabía realmente a donde se dirigía, en realidad ni le importaba, pero decidió salir de casa porque no aguantaba un sólo instante la prisión y presión que las cuatro paredes de su habitación ejercían sobre su atormentada cabeza, envuelta de desánimos y tristezas.

Tres días de pensamientos intensos y escasez de palabras y apetito fueron necesarios para poder asimilar el nuevo cariz que tomaba su vida, la nueva situación no prevista que obligaba ahora a un cambio brusco de estrategia sin espacio a la improvisación, pero sí abierta a grandes errores y fracasos.

San Sebastián se le presentaba una vez más como esa ciudad maldita en la que era imposible que él fuera feliz. Se entornaban de repente las puertas de su esperanza, dejando sin embargo un estrecho haz de luz por el que poder espiar atento ante cualquier oportunidad que le fuese presentada para volver a abrirla de par en par.

Ya sabía él a estas alturas aún prematuras de su vida que no iba a ser fácil. Sentía sin embargo que no debía desfallecer pues ese cometido era quizá la batalla más dura y más gratificante que podría ofrecerle la vida. Pero la ansiedad por no poder avanzar le obligaba a preguntarse constantemente cuánta pena valía esa espera incierta, y terminaba por responderse que, si fuera necesario, la vida, pues no hay mayor entrega que la que se cree verdadera.

Una vaporosa corriente de frío meció violentamente los coloridos collares de luces que adornaban la calle y algunos de los viandantes, cargados de regalos y con esa típica expresión que causa el tener que comprar algo que no vas a disfrutar, temieron que se descolgaran de sus ataduras y se precipitaran sobre sus cabezas, repletas de ilusiones, proyectos y de esa anestesia idiotizante que hace que todos nos sintamos mejores personas cuando se acerca el fin de año. Pero las bombillas no se cayeron y cada uno siguió con su rutina.

Un semáforo le obligó a detenerse y con sus pasos también cesaron sus pensamientos. Miró alrededor y vio que todo el mundo perseguía alguna falsa promesa de felicidad, vio a niños pedir caramelos a santaclauses oportunistas, vio a loteros hacer su agosto a costa de infelices que frotaban sus boletos contra los dinteles adornados de las administraciones y vio a muchos hombres y mujeres tratando de comprar el amor de sus hijos con grandes paquetes envueltos en papel de regalo.

Y pensó que si había en el mundo una fuerza tan poderosa como para hacer que todas esas personas se movieran siguiendo una esperanza inexistente, también tendría que haber otra mucho mayor que lograra mover los corazones tras las alegrías verdaderas.

Y fue así como no cruzó la calle cuando el semáforo se lo permitió, sino que dio media vuelta y caminando en dirección contraria a las masas hipnotizadas y enfermas de superficialidad, llegó a una pequeña estación en la que compró un billete de ida y tomó el primer autobús que le llevara a quinientos treinta y siete kilómetros de su casa en esa noche de un veintinueve de diciembre.

‘I don’t want a lot for Christmas, there’s just one thing I need,
I don’t care about presents, I just want you for my own,
more than you could ever know, make my wish come true…’
Hoy mi canción es: ‘All I want for Christmas is you’ Mariah Carey

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