
En una de esas tardes en las que el frío y la lluvia le impedían obtener el permiso para salir a la calle a jugar, se quedaba durante horas pegando su nariz en el cristal de la ventana de su habitación, observando los paraguas y chubasqueros y pensando lo tontas que eran todas aquellas personas, que pudiendo disfrutar del placer de saltar sobre los charcos y salpicar con sus botas de agua, se limitaban a esquivarlos y, si por accidente, caían sobre alguno, se marchaban maldiciendo su mala suerte.
El aburrimiento aumentaba con cada minuto que pasaba y daba vueltas a su habitación tratando de encontrar alguna distracción con la que pasar el resto de la tarde de una forma más divertida. Registró las estanterías en busca de un libro que no hubiese sido devorado por los ojos de su imaginación, pero según fue recorriendo con su dedo índice los lomos, se dio cuenta de que ya los había leído todos, e incluso algunos podría recitarlos de memoria. Buscó entre sus cajones algún juego de mesa, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía con quién jugar y cerró de nuevo los cajones. Entonces se metió debajo de la cama y de las profundidades de la oscuridad, cerca de donde moran los monstruos que se esconden debajo de la cama, sacó un balón de fútbol y empezó a imitar a sus grandes ídolos, locutando en voz alta los increíbles dribblings que se hacía así mismo, hasta que un pase mal dirigido volvió a colarse por debajo de la cama y decidió no tentar de nuevo a la suerte de encontrarse con uno de esos malvados de los que sólo se acordaba cuando se tenía que dormir.
Se tumbó boca arriba en la cama y extendió los brazos, dirigiendo su mirada al pequeño avión que colgaba de la lámpara del techo. De repente se le ocurrió una idea, se acordó de los castillos que su abuelo le había enseñado a hacer con cartas, durante el verano anterior en el pueblo. Buscó en el cajón de la mesita de noche una baraja y encontró dos y se propuso construir el castillo de naipes más grande que ninguna persona de siete años hubiese edificado nunca.
Muy despacio y controlando el pulso en cada movimiento fue colocando las cartas por parejas, apoyando una en la otra, formando como pequeñas tiendas de campaña, que conformaban la base del castillo. Entonces llegaba el momento de tener máximo cuidado y máxima precisión porque un movimiento en falso y sus ansias arquitectónicas habrían llegado a su fin. De esa forma, con constancia y concentración fue levantando el segundo, el tercero y el cuarto piso; con las cartas que le quedaban fue añadiendo más pilares a la base y completando los pisos, que ya eran siete. Animado por el progreso de su proeza y conteniendo la respiración y la euforia que comenzaba a agitar sus pequeños dedos, logró colocar el último par de cartas.
Abrió la puerta de su habitación y corrió escaleras abajo en busca de su madre para contarle lo que acababa de hacer y para que subiera a admirar su castillo de naipes. La encontró en el salón, sentada en el sofá y curando las heridas de uno de los pantalones que él usaba para jugar al fútbol. Le cogió de la mano y subieron a toda velocidad escaleras arriba. En la puerta de su cuarto había una carta y la tragedia se dibujó en su mente. Paró en seco y preparando sus ojos para la fatalidad, entró muy despacio.
En mitad de la habitación, donde hasta hacía diez segundos se erigía su flamante castillo, ahora estaba su hermano pequeño, nadando entre naipes y sonriendo.
«Cuando quieras hacer reír a Dios, cuéntale tus planes»
‘Do you ever question your life? Do you ever wonder why?
Do you ever see in your dreams… all the castles in the sky?’
Hoy mi canción es: ‘Castles in the sky’ Ian Van Dahl
Es muy triste cuando ves caer tu castillo de naipes, y más cuando eres niño…
Me ha encantado, como siempre!
Tienes razón Estela, pero pienso que es más triste o más difícil de digerir cuando ya eres mayor y lo que se derrumban no es un castillo, sino tus proyectos e ilusiones.
Muchísimas gracias por comentar y un beso!