La música ambiental en directo daba buena fe de la exquisitez del restaurante. El constante trajín de camareros impolutamente uniformados era el resultado de atender las peticiones especialmente exigentes de los clientes esa noche.

En las mesas, decenas de parejas mantenían una romántica velada, vestidos con una indumentaria acorde para la ocasión. Otras mesas eran ocupadas por altos directivos que celebraban hartos de champán algún éxito reciente en su compañía.

Pero había una mesa apartada junto a un gran ventanal con vistas a la noche de la gran ciudad, donde una bellísima mujer, con un elegante vestido azul aguardaba sola y absorta a que llegase su acompañante.

Su rostro conjugaba la tristeza y la esperanza, tristeza por el retraso de su esperado, que se demoraba más de media hora, y esperanza de pensar que no se le hubiese olvidado la cita especial de ese día.

Y esa mujer eras tú y esa mesa era nuestra mesa, en la que te pedí matrimonio con las estrellas de testigo y en la que cada año renovábamos nuestra promesa de amor. Si, hoy también es 19 de mayo, pero sabes que tu espera es inútil.

Y mientras los minutos siguen pasando, pides al camarero una consumición, que agotas despacio, dejando la marca de tus labios con cada sorbo, apretándolos con fuerza contra el delicado cristal.

Entonces se pone en marcha el complejo mecanismo de tu imaginación, condicionado por todo el dolor que has padecido durante los últimos meses, y es cuando por fin me ves entrar por la puerta con un ramo de rosas blancas en una mano y el maletín en la otra, trotando porque sé que me he retrasado.

Y tú levantas la mirada y recorres conmigo el camino desde la puerta hasta la mesa en la que sigues esperando, pero ya sin tristeza porque piensas que la tardanza se debía a alguna causa justificada, y sonríes y se iluminan tus ojos.

Pero cuando por fin me encuentro a unos pocos metros de ti, ves como mi figura se desvanece como la niebla hasta desaparecer. Miras a tu alrededor buscándome desesperadamente, pero sólo encuentras las miradas de lástima y compasión de las personas de las mesas más próximas.

Es en ese momento en el que recuperas la lucidez y te das de bruces con la realidad. Una inmensa tristeza te inunda, te colapsa la mente y comienzan a salir lágrimas de puro dolor, que no puedes controlar, que no quieres controlar.

Y sabes que te va a entrar otra crisis pero no quieres sacar las pastillas del bolso porque piensas que lo único que hacen es postergar e incrementar el sufrimiento al que un día te tendrás que enfrentar para que cese definitivamente.

Pero aún no estás preparada para ese encuentro y tu corazón se resiente con el aumento de ansiedad y te provoca un desmayo mientras intentas alcanzar la puerta de salida.

Y totalmente inconsciente te trasladan en ambulancia hasta el hospital de San Javier, en el que permanecerás los próximos días sedada y en observación, recibiendo ayuda psicológica. En ese mismo hospital en el que ya no pudieron hacer nada por mi, el mismo en el que nos despedimos definitivamente hace ya ocho años.

‘Ella despidió a su amor, él partió en un barco en el muelle de san Blas.
Él juró que volvería y empapada en llanto ella juró que esperaría…
Llevaba el mismo vestido por si él volviera no se fuera a equivocar.
Hoy mi canción es: ‘En el muelle de San Blas’ Maná

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