
Se prometieron no crecer.
Sentados sobre la hierba y rodeados de las flores que una primavera entrante comenzaba a diseminar a lo largo y ancho del paisaje, se miraban a los ojos. El aire arrastraba las palabras de un verso silencioso al que los pájaros, con sus melodías, añadían la rima y la musicalidad. Allí, alejados de la hiriente afonía de la ciudad y bajo la atenta mirada de un cielo que anunciaba la muerte de su rey, respiraban ilusiones, sueños y esperanzas.
Catorce años sumaban sus vidas.
Ella llevaba un vestido blanco, sus ojos eran dos chispas de luz azul ansiosas por iluminar toda oscuridad, toda pena, todo dolor. La brisa jugaba a esconderse entre su cabello, mientras el sol agonizante trataba de robarle su tonalidad.
Junto a ella, descalzo, con una camisa blanca medio desabrochada y unos pantalones de pana marrones, estaba él, con su pelo rizado y negro como el azabache, con sus ojos pequeños y su tímida sonrisa.
Se miraban con inocencia, con sinceridad, con profundidad, con tristeza.
Comenzaba a oscurecer y los pájaros huían a su escondrijo, el viento se enfurecía, la hierba se enfriaba y el cielo se arropaba de nubes.
Les asustaba la noche, porque la presumida luna robaba la luz de la tierra para que todos la mirasen y admirasen. Les asustaba la noche, porque con ella, caían las primeras bombas…
Por ello, antes de volver a sus casas y entregar al azar su destino, hicieron una promesa. Prometieron que no iban a crecer, que nunca dejarían de ser niños. Veían que los mayores se mataban, despreciaban la naturaleza, destruían los hogares y odiaban la belleza. Ellos no querían eso.
Se pusieron de pie y juntando sus manos rezaron una oración. Después corrieron veloces, porque las sirenas de la ciudad anunciaban que otra pesadilla iba a perturbar su sueño…
Se despierta la ciudad entre humo, escombros y silencio. Cumplieron su promesa: no llegaron a crecer…
«Me da pena que se admire el valor en la batalla;
menos mal que con los rifles no se matan las palabras…»
Hoy mi canción es: “Abrazado a la tristeza” Fito y los Fitipaldis
Se prometerion no crecer, como las margaritas que nos regaló Alejandro Sanz cuando aún se acordaba de cantar baladas de amor.
Bonita historia, triste final. Claro que más triste es saber que es el verdadero y al que cada día más se aboca el mundo en el que vivimos -o malvivimos, o morimos-.
Ójala las riendas para cambiar el rumbo estén en nuestra generación. Prometo no soltarlas.
Un abrazo.
Qué bien le pegaría esa gran canción a esta entrada (no se me ha pasado por la cabeza). Esperemos que la brisa de la inspiración vuelva a refrescar la cabeza de Alejandrito…
Estoy seguro de que cuantos más seamos los que tiremos de las riendas, mejor podremos dirigir al caballo salvaje que es este mundo por el que cabalgamos.
Otro abrazo!
Que duro es pensar que esto ocurre en realidad en países de los que nos separan unos miles de kilómetros. Yo me apunto a coger las riendas y no soltarlas hasta que esto no mejore. 1besito
Lo peor es pensar que muchas de las guerras que hay en el mundo las han provocado países «desarrollados» en su afán de enriquecerse sin contemplar las consecuencias.
Agarremos fuertes las riendas para no ceder. Otros usaron la resistencia pasiva no violenta para cambiar las cosas…
Un beso!
Qué blog tan interesante (aunque abandonadísimo) ese de CHAN CHAAN. =) (L)
Amaral – Porque este mundo no lo entiendo.