
Las dos familias se encontraban reunidas en el salón, a la espera. La luz del domingo comenzaba a apagarse, mientras se encendía la conversación, hasta que los primeros gritos desde la habitación contigua se colaron entre la celulosa de las paredes. Entonces todos comprendieron que no habría boda.
El día comenzó sin fuerza, como cansado de la rutina de tener que amanecer y atardecer sin motivo. La cafetería no estaba muy concurrida (la gente no suele madrugar los domingos), así que era el escenario ideal para que una pareja se tomara un chocolate con churros y miradas de complicidad.
Entre bocado y sonrisa, planeaban la cena de esa noche, la primera en la que sus dos familias se conocerían finalmente y que prometía ser tensa: diferencias políticas, económicas y futbolísticas, que quedarían en nada si lograban mostrarles que eran idénticas en lo fundamental, dijo ella. Él, riéndose exageradamente, se volvió a dar cuenta demasiado tarde de que a ella no le hacía ninguna gracia.
Pasearon por el centro histórico, esquivando turistas y botellas rotas. Los momentos de silencio eran más largos que las palabras, dejando una sensación incómoda que nunca antes habían sentido. El vestido de ella, el día sombrío, el mimo de la plaza, no fueron temas suficientes para comenzar una conversación que no se extinguiera a los pocos segundos.
Las palabras se esfumaban, se volvían vanas, se marchitaban en cuanto salían de los labios. Él buscaba insistentemente la manera de arrancarle una sonrisa con bromas y comentarios graciosos. Ella abstraída, se imaginaba qué pasaba en los matrimonios cuando la pareja ya no tiene nada interesante que decirse. Después de un beso con más esquivez que pasión, se despidieron antes de la cena.
Con el postre sobre la mesa, el ambiente no podía ser más cordial y cercano. Los padres conversaban de la selección española, mientras las madres descubrían amistades comunes de su juventud. Ellos, entre el asombro y la incertidumbre de que en un momento esa situación ideal se desvaneciera, permanecían en silencio.
Tuvo que suceder mientras recogían la mesa o al fregar los platos, pero no fue hasta que se disponían a marcharse, cuando ella notó que había perdido el anillo de compromiso, y todos comenzaron a buscarlo por toda la casa. Cada minuto que pasaba, él estaba más nervioso, pensando en el dinero que le había costado y en lo descuidada que ella había sido. Incapaz de reprimir su enfado, terminó reprochándoselo con un murmullo.
Ella, visiblemente molesta, le arrastró al cuarto de invitados buscando discreción, y le respondió que el anillo no era más que un símbolo de compromiso y fidelidad, y que eso no se puede comprar con dinero, sino que se demuestra cada día. A partir de ahí comenzó una retahíla de acusaciones que se remontó hasta el día en que se conocieron.
Fuera de la habitación, todo eran miradas de asombro y desconcierto, que aumentaron cuando ella le lanzó una de esas preguntas cruciales, en las que se premia más la rapidez de la respuesta que su propio contenido.
Pasados varios segundos de silencio, él salió del cuarto sin levantar la vista, para no dejar evidencia de las lágrimas que sus ojos ya no podían esconder. Ella permaneció en el interior de la habitación conteniendo la respiración para que sus sollozos fuesen un poco más silenciosos. En el salón, el padre de él sostenía el anillo en su mano izquierda, tras haberlo encontrado junto a la funda de las gafas de ella.
Las decisiones más importantes se toman a veces con la mayor de las incertidumbres, mientras que hay errores que todas las certezas del mundo no pueden evitar. A veces encontrar la palabra exacta, la más adecuada para una situación requiere tiempo, esos segundos en silencio que ella interpretó en sus ojos como duda.
«If you don’t know me by now, you will never never never know me…»
Hoy mi canción es: «If you don’t know me by now» Simply Red