Le gustaba hacerme rabiar, sacarme de quicio, llevar mi paciencia hasta el límite, pero nunca conseguía sobrepasarlo. Bastaba con una mirada traviesa acompañada de un guiño para que todo mi enfado se convirtiese en una sonrisa que, aunque yo no quisiera esbozar para que me tomara en serio, tampoco podía reprimir. Y era como si nada hubiese pasado.

Solía venir a mi casa a pasar las tardes, veíamos películas tumbados en el sofá o saltábamos sobre él, bailando los viejos vinilos que tenía, a todo volumen. Merendábamos macarons, sus preferidas, y salíamos a dar una vuelta por las calles estrechas del centro en busca de una librería, donde podías sentarte en unos colchones y leer todo el tiempo que quisieras y, si tenías suerte, te daban zumo y pastas de té. Algunos días, ella escogía un libro y comenzaba a leer en voz alta mientras yo, acomodado a su lado, me dejaba llevar por la curva melódica de su entonación hasta los umbrales del sueño. Otros días interpretábamos obras de teatro, con un dramatismo casi telenovelesco, hasta que la señora Blanchard, la dueña, nos invitaba amablemente a salir. Poco a poco, ése se había convertido en nuestro pequeño ritual.

Yo no sabía francés y no es que París me entusiasmara, pero ella como tantas chicas de su edad, tasaba su felicidad en vivir en un estudio en Montmartre, salir con un fotógrafo o un escritor y pasear por el Sena curioseando láminas, libros y cuadros vintage. Yo no era fotógrafo ni escritor, pero supongo que ése era un pequeño sacrificio que podía permitirse, sin que su vida soñada perdiese candor.

A veces me quedaba observando su vitalidad, su ligereza, esa alegría grácil y juvenil que todavía conservaba y que me hacía parecer un adulto a su lado. No era sólo la diferencia de edad, sino la sensación de que para mí el mundo ya había perdido su magia y su misterio. Y eso era motivo de algunas discusiones, cuando ella actuaba como si no hubiese normas, ni límites, ni errores. Pero en el fondo es lo que más admiraba de ella, que a pesar de vivir en un mundo imperfecto y triste, parecía percibir sólo aquello que todavía podía ser bello.

Probablemente algún día se rompería el encanto y el desencanto de la realidad le haría ser más sensata y dejaría de verme de la forma con la que lo hacía ahora y ya no buscaría mi complicidad con guiños y sonrisas, sino que cada discusión nos iría distanciando. Y dejaría de venir a mi casa por las tardes y no veríamos películas ni bailaríamos sobre el sofá, ni ella me leería, ni la señora Blanchard nos echaría de su librería. Entonces vivir en París ya no tendría sentido y terminaría apareciendo un joven que daría un nuevo impulso a su vida.

No pasaba día en que este pensamiento no se cruzara por mi mente, pero lo cierto era que cada noche cuando finalmente la acompañaba a casa y su última sonrisa se quedaba grabada en mi retina, tenía la certeza de que todos esos temores nunca pasarían.

«And she only reveals what she wants you to see.
She hides like a child but she’s always a woman to me.»
Hoy mi canción es: «She’s always a woman» Billy Joel  (Gracias a Paulina V.)

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