Ocho de la tarde, el metro abarrotado de gente en una de las estaciones más céntricas de la ciudad. Las compras navideñas, el final de la jornada laboral y el acostumbrado ajetreo de las horas punta confluyen en los andenes a la espera de los trenes que les devuelvan entre empujones y apretones a la tranquilidad relativa de sus hogares.

Como una más de esas hormiguitas afanadas, que corren en todas direcciones, trato de esquivar a toda velocidad a todos los que se interponen en el camino que me separa de coger el enlace a tiempo. En mis manos, y estrujándola contra mi pecho, llevo una carpeta de la última reunión de la tarde, que se prolongó de forma imprevista en una cafetería cercana.

Me dispongo a subir las escaleras mecánicas para cambiar de vía. Quedan pocos minutos para que pase el tren y aumento el ritmo de mis pasos, sorteando en mi ascenso a todos los despistados que aún no se han aprendido que hay que dejar libre el lado de la izquierda para los que tienen más prisa que tú. En mi cabeza sólo estaba la obsesión de llegar a tiempo. Entonces y sin poder reaccionar, doy un paso más corto de lo normal y tropiezo con el escalón, cayendo irremediablemente al suelo y amortiguando el golpe a duras penas con la mano que me quedaba libre.

Un segundo es lo que tardo en asimilar lo que me acaba de pasar, lentamente me incorporo, recojo la maltrecha carpeta y procedo a levantarme esperando encontrar una mano solidaria de otro viajero. Pero al no encontrarla me giro confuso para contemplar con asombro que en la estación no hay nadie más, ni una sola alma, cuando sólo un segundo antes estaba repleta de gente. Me levanto finalmente sin comprender muy bien lo que acababa de suceder, me giro de nuevo y vuelve a estar todo el mundo donde estaba antes de mi caída. Pero con una diferencia, me doy cuenta de que el que no está ahí soy yo, sino que soy invisible para el resto.

No sé cómo explicarlo, pero es como si viviese en una realidad paralela, en una frecuencia diferente. Convivo con el resto del mundo en el mismo plano espacio temporal, pero pertenecemos a realidades distintas, a mundos con percepciones totalmente contrapuestas, de forma que si no estuviésemos separados, entrarían en conflicto provocando la destrucción.

Esa es mi soledad. No es una soledad vinculada a las endebles relaciones afectivo-amorosas que surgen entre los seres humanos y que se manifiesta en el miedo a no encontrar a esa persona que complete mis carencias. No es eso, es algo menos epidérmico y más racional. Es la convicción de que mis pulmones no soportan el aire pesado y agobiante del entorno; de que mi corazón palpita a un ritmo distinto del resto, de que mis palabras y mi entendimiento configuran un idioma extraño y complejo que nadie más puede comprender…

Es como vivir en una isla en medio del desierto, como una margarita que trata de crecer entre zarzas o como una camisa blanca en la colada de color.

Siempre me queda la esperanza de que en algún lugar siempre habrá otras islas, otras margaritas y otras camisas solitarias, que luchen por no verse absorbidas por su entorno.

«La soledad es una estación, a contratiempo».
Hoy mi canción es: «A contratiempo» Ana Torroja

Pin It on Pinterest