
Ese día el sol debió presentir que algo maravilloso iba a suceder y por ello irradiaba su luz con más ímpetu y vigorosidad que de costumbre. Sentado en uno de tantos bancos simétricos anclados fuertemente al suelo, distribuidos por toda la sala, con la vista fija en el suelo, recorriendo nerviosamente las pequeñas grietas serpenteantes de las cándidas baldosas y ausente de todo lo que le rodeaba, esperaba ansioso frente al gran ventanal poder ver aquel primer destello que conforme se fuese acercando, desafiando la gravedad y cortando las nubes a su paso, se convirtiese en el aparato de Atlantic Airlines, en el que ella volvería.
Una pantalla informativa anunciaba el retraso de cuarenta y cinco minutos que acumulaba el vuelo por un problema que nadie de la compañía aérea quiso explicarle. La tensión y el nerviosismo se hicieron insoportables y decidió levantarse y dar una vuelta por los infinitos pasillos de la terminal.
Absorto de preocupación tropezó con la bolsa de mano que un turista de rasgos africanos había dejado en el suelo para preguntar a un empleado uniformado por la ubicación de su puerta de embarque. Levantó levemente la mano en señal de disculpa y al mirarle no pudo evitar pensar lo lejos que estaba Sudáfrica.
Un año y cuatro meses de separación en la distancia (que no en sus corazones) no había sido suficiente para que hubiese olvidado su mirada incandescente, el tacto suave de su pelo, el sabor de su cuello perfumado de rosas y azahares. Durante este tiempo pasaba los días ocupado en cientos de proyectos, informes y reuniones, tratando de no quedar ocioso ni un minuto para no sufrir de soledad.
Las noches, en cambio, le dejaban indefenso a merced de las caricias fantasmas, los recuerdos borrosos, las conversaciones silenciadas, las dudas malmetientes, sus besos ausentes.
Rumiaba en su interior las palabras de la última carta que ella le envió meses atrás. La había releído tantas y tantas veces que parecía como si de aquellas líneas escritas con trazo irregular aún pudiese absorber el aroma, los gestos, la sonrisa y el alma de aquella ambiciosa rubia, que decidió cruzarse medio mundo en busca de una oportunidad irrepetible que engrosase su nutrido currículum.
Fue una semana atrás, cuando, tras mucho insistirle, consiguió sonsacarle a una amiga de ella, cuándo iba a volver su julieta peregrina. Él se preguntaba por qué no se lo habría dicho ella misma en una carta, quizá la mandó, pero el correo… ya se sabe. Pero ya hacía varios meses que no sabía nada de ella. Y si le había pasado algo… le habría echado de menos… volvería a ser todo como antes… en fin, Sudáfrica está tan lejos…
El retraso era ya de una hora y el trajín de pasajeros aumentaba cada minuto. Le agobiaba ver tanto estrés, tanta prisa; el ruido de la ruedas de todas aquellas maletas penetraba en su oído, provocándole pesadez y dolor de cabeza. El calor tampoco ayudaba y los nervios se volvieron insoportables.
Decidió pasarse por el bar a tomar una copa. Pidió un whisky doble con Coca Cola y se desabrochó un botón de la camisa para que la leve brisa del aire acondicionado fluyese y secase su pecho. Respiró hondo y estiró las piernas, relajando todo su cuerpo, cerro los ojos.
Mucho más tranquilo, los volvió a abrir y miró su reloj, sólo deberían faltar quince minutos. Se levantó y volvió a la zona de espera. Pero, por el camino se paró a ver el panel de llegadas: por una razón insospechada, el avión había aterrizado hacía veinte minutos. Confuso apretó el paso y se dirigió a la puerta de salidas. Recorrió un par de pasillos eternos, esquivó varios carritos de maletas y cuando giró la última esquina, se detuvo de golpe.
La sonrisa inicial que se dibujó en su cara fue lentamente transformándose en una mueca de perplejidad, manteniendo la boca entreabierta. Allí estaba ella, radiante como siempre, sujetando su maleta roja con una mano y con la otra agarrando el brazo de un rubio alto de ojos bonitos y mejor pelo, que ladeaba su cabeza, apoyándola sobre la de ella.
Los seis ojos entrelazaban miradas de confusión. Pesaban los segundos llevando la situación al extremo de la incomodidad. La densa atmósfera se rompió de repente: «Hola, este es Brian«, dijo ella.
«Now she’s gone, I don’t know why, and till this day,
sometimes I cry, she didn’t even say goodbye,
she didn’t take the time to lie.»
Hoy mi canción es: «Bang, Bang» Nancy Sinatra