
Hacía rato que tus palabras resbalaban, por la fina película de indiferencia que había tejido en mi cara, como los escupitajos que la lluvia lanzaba contra el cristal de la cafetería en la que gozando del calor y del suave aroma del expreso recién hecho, nos obligábamos a intercambiar palabras vacías de intención y relevancia, como queriendo demostrarnos que aún teníamos algo de qué hablar.
Tu monólogo banal sobre lo falsa que es la gente de tu facultad no encontró más respuesta en mí que un mecánico asentimiento de cabeza cada vez que hacías una pausa para poner a prueba mi atención e interés. Mis ojos, sin embargo, ya no se molestaban ni en buscar a los tuyos y se entretenían en observar las carreras de gotas deslizándose como ríos verticales en la ventana, apostando mentalmente por una ganadora.
Entonces me preguntaste si me pasaba algo y yo te respondí que soy callado y que prefiero no decir nada si mis palabras no van a mejorar el silencio. Tú respondiste que yo a veces era demasiado raro y sin darle más importancia continuaste con tu retahíla de gossiping.
Notaba cómo mi paciencia y también mis ganas de estar allí se agotaban como un reloj de arena destinado a marcar el fin del mundo. Me empecé a preguntar qué pudo ser aquello que un día me enamoró de ti y dónde, en la inmensidad de tu predecible personalidad, lo habrías escondido.
A través del humo que todavía se elevaba espeso sobre tu taza de chocolate, pude ver cómo, al otro lado del cristal al que dabas las espalda, una chica con el pelo largo y castaño y con un vestido de rayas, se quitaba sus zapatos negros de tacón y empezaba a correr descalza sobre los charcos ante la mirada atónita de los viandantes y la mía propia. Dio un par de vueltas sobre sí misma y finalmente se detuvo, dejando que la lluvia resaltara su belleza.
Seguramente la mezcla de fascinación e incredulidad que reflejó mi cara en ese momento fue el detonante de lo que pasó a continuación.
Sólo sé que sentí que últimamente mi vida había perdido toda su emoción, anquilosada en una relación de la que no sabía cómo salir, también sé que empezaste a elevar el tono de tu voz conforme me fui levantando, recogí la chaqueta y salí de la cafetería, pero en ese momento ya no podía oírte.
Atravesé la frontera de agua que separaba mi mundo del de aquella chica y contagiado de la locura que inyectaban las gotas de agua, me acerqué a ella y cogiéndola de la cintura, la besé.
‘Let it fall, let it fall, let it fall, please don’t stop the rain’
Hoy mi canción es: ‘Please don’t stop the rain’ James Morrison