Y levantando la vista pude comprobar que me encontraba en una barca, una gran barca en la que cabía toda la humanidad, y todos los hombres y mujeres del mundo estaban en ella. Es un misterio inexplicable, pero así lo vi. No había ningún niño, tampoco ningún anciano, todos eran personas adultas de una misma edad imprecisa.

Y a cada hombre y a cada mujer se les había confiado un remo y un destino: alcanzar las Tierras de la Inocencia y la Sabiduría, situadas en el norte, más allá del horizonte, donde el sol muere para dar vida a las estrellas. De todos los que en la barca se encontraban, un grupo de escogidos recibió una brújula y la orden de guiar al resto a su fin último.

Entonces dirigí la vista hacia el gran océano sobre el que vagaba la barca y pude comprobar que en el mundo ya no quedaba nada más que agua. Lejos quedaron los apogeos de los grandes imperios, las grandes conquistas de territorios, las batallas por la gloria y la riqueza, las orgías infames de cuerpos deshonrados y corrompidos por la lujuria. Todo aquello yacía sin remedio en el fondo y desde allí clamaba iracundo venganza, levantando grandes olas que se deshacían al chocar contra el casco de la barca.

Y volviendo la mirada a los hombres y mujeres, observé que todos se habían puesto a las órdenes de los que portaban las brújulas y remaban unánimemente en la dirección que éstos indicaban. Y pasaron así siete días y siete noches.

En la mañana del octavo día, vi que un grupo de personas dejaba de remar y, sentándose en la cubierta, murmuraban entre sí. Me acerqué a ellos para escuchar sobre qué conversaban, uno argumentaba que estaba harto de obedecer a los de las brújulas, que desconfiaba de que les estuviesen guiando correctamente y planeaba un motín contra ellos. Otro añadió que cada uno sabe mejor que nadie hacia donde tiene que remar y nadie puede imponérselo. Reunieron a centenares de millones de personas y acordaron dejar de remar conjuntamente. Y así lo hicieron y la barca fue frenando lentamente su marcha.

Me senté a observar al resto de las personas y advertí que varios de ellos también habían dejado de remar y se dedicaban a golpear sus remos contra la cubierta abriendo orificios cada vez más grandes por los que comenzaba a entrar el agua. Alarmada una mujer se acercó a ellos y les reprochó su comportamiento, pero ellos, con una mirada desafiante, le respondieron que ese remo era suyo y ellos hacían con él lo que les apeteciese.

Y miré a mi alrededor y vi que ya casi nadie remaba. Vi a unos que discutían y se golpeaban violentamente con sus remos, otros se dedicaban a robarlos y comercializar con ellos, otros eran esclavizados y obligados a remar sin rumbo ni descanso, otros en cambio lanzaban al mar sus remos para no tener que hacer uso de ellos, otros abandonaban la barca y apoyados sobre su remo trataban de nadar, hasta que una ola gigante se los tragaba. Sólo un pequeño grupo seguía cumpliendo con su cometido, tratando a duras penas de mantener la barca en la dirección correcta.

Entonces me acerqué a uno de los que portaban las brújulas y vi cómo, tras manipularla y cambiar su rumbo, se acercaba a un grupo de remeros fieles para seguir indicándoles erróneamente. Y pasó otro y vi cómo se guardaba las monedas por las que había vendido su brújula. Y un tercero tirado en un rincón, dormía tranquilamente sin preocuparse de cumplir con su labor.

Pasaron los días, las semanas y los meses y aquella gran barca apenas avanzaba, salvo por las corrientes marinas y el redoblado esfuerzo de los que no habían perdido la esperanza en llegar a su Tierra Prometida. Algunos de los demás tripulantes, sin embargo, se dedicaba a desmoralizarles ridiculizando su constancia y sacrificio. En ocasiones llegaban a agredirles, pero al no defenderse ni devolver las ofensas, se enfurecían aún más. Otros simplemente se mantenían al margen mostrando una indiferencia escalofriante.

Hasta que llegó el día en el que los acontecimientos se precipitaron y un grupo de insubordinados, dirigidos por uno de los que en su día recibió la brújula, mostrando una nula predisposición a la clemencia, tomaron las vidas de aquellos inocentes y, sin respetarles ni aun cuando su espíritu había huido de los suplicios corporales, entregaron los cadáveres como ofrenda y sacrificio a las aguas, que volviéndose turbias, adoptaron el color de la sangre que había sido derramada. De la misma forma, el cielo se cubrió de nubes cenicientas y la Tierra no volvió a ver la luz.

Yo, desde una posición exenta de toda noción espacial y temporal, en mi condición de observante, sin posibilidad de implicación física y real, pero sí emocional en la escena que mis ojos registraban, puedo dar fe de que todos aquellos infelices se vistieron de pánico y desesperación conforme los días y los sucesos se fueron consumiendo, sus cerebros se nublaron y cegaron todo vestigio de cordura y raciocinio, y cubiertos de infamia y podredumbre, sucumbieron a la denigración.

Las atrocidades que allí se cometieron, no son dignas de ser narradas por ninguna lengua, ni descritas por ninguna pluma, ni siquiera recordadas por ninguna mente que, recreando las bajezas y miserias a las que el ser humano puede llegar, no quiera hallar en ello más que la turbación.

«It just ain’t the same all ways have changed,
new days are strange is the world the insane?».
Hoy mi canción es: «Where is the love» Black Eyed Peas

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