El reloj de la estación marcaba las nueve y dos minutos. El frío de diciembre acompañaba una noche que amenazaba lluvia y la tibia luz de una farola añadía pinceladas de tristeza a la escena. En el solitario andén, sólo Mario tenía motivos para esperar al tren.

Las circunstancias le obligaban a marcharse, a dejar atrás todo lo que le importaba, sus padres, hermanos, amigos, su trabajo, y por supuesto, también a Lucía.

¿Cómo era posible que una noche tan serena pudiese preceder a un día tan turbio?

Las últimas noticias recogidas en el periódico local no eran muy optimistas, la situación en la capital se había vuelto muy tensa y era cuestión de días, quizás horas, para que los acontecimientos se precipitasen sin remedio. Pocos días antes había recibido una carta certificada, con aires de solemnidad, en la que se le instaba al “reclutamiento obligatorio en la capital, para servir con honor a su patria en el inminente conflicto internacional” que todos temían.

En medio de la penumbra y de la tensa calma que precede a las grandes catástrofes, aguardaba a ese tren maldito, deseando con todas sus fuerzas que finalmente no apareciese. Apenas faltarían un par de minutos.

Se le pasó por la cabeza la idea de huir, desertar, dejar en ese mismo lugar la maleta, correr a casa de Lucía, proponerle matrimonio y escapar juntos a un lugar donde no pudiesen encontrarles. Pero se preguntó si esa era la vida que quería ofrecerle, y admitió que ella no se merecía eso.

No tuvo ni siquiera valor para decirle que tenía que marcharse. Quedó con ella esa misma mañana y tras pasar el día juntos la llevó a casa, citándola para el día siguiente, a sabiendas de que no acudiría. Dejó, sin embargo, una nota en su buzón, explicándole los motivos por los que tenía que irse.

Volvió entonces a casa, recorriendo lentamente las estrechas y empinadas calles del pueblo, observando cada casa, cada balcón con sus geranios, cada portal y cada ventana, tratando de memorizar cada tejado y cada esquina. Quería acordarse de todas esas cosas cuando estuviese muerto de miedo en una trinchera bajo fuego enemigo, quería recordar las caras de los vecinos entre los que había crecido, el aire puro del campo, el olor del pan recién horneado, el tacto frío de la hierba, el sonido de las piedras saltando sobre el agua y las campanas de la ermita de San Antonio.

Evocó con nostalgia sus primeras correrías por esas calles, los juegos en la plaza, el camino a la escuela, los recados de su madre, los paseos en bicicleta y las tardes con Lucía, cuando los dos se tumbaban junto al río, trazando con su imaginación un futuro lleno de felicidad. Saboreaba aún esos momentos en su interior cuando un miedo repentino le hizo darse cuenta de que era posible que ésos fuesen sus últimos pasos por esas calles.

Su mirada perdida en el difuminado horizonte, sobre el que proyectaba sus recuerdos, se cruzó de repente con un lejano destello que fue creciendo hasta cegarle. Había llegado la hora, el tren se acercaba a gran velocidad. Como si del final de una triste película se tratase, la lluvia se unió a la despedida, formando un muro de agua, como queriendo detener el avance impetuoso del tren. Pero no fue suficiente, el convoy se abrió paso sin dificultad y comenzó a reducir su velocidad según se fue acercando a la estación.

No se preocupó de abrir su paraguas, quería disfrutar por última vez de esa lluvia purificadora, escuchar su monotonía y sentir la caricia de las gotas sobre su piel.

El tren se detuvo finalmente, Mario recogió su equipaje, caminó hasta la puerta y subió los escalones, buscó asiento junto a una ventana y se dejó caer sobre él. El vagón estaba casi vacío y las pocas personas que había en él pasaron inadvertida su presencia.

Dirigió su mirada hacia la estación deseando que todo aquello fuese un sueño para acabar despertando entre sudores de pesadilla, sin embargo, podía escuchar su respiración nerviosa y su corazón agitado por el miedo y la incertidumbre, confirmándole que ese momento era real como la vida.

Entonces vio una sombra que se fue transformando en silueta y que corría desesperadamente por el andén, mirando a través de las ventanas de cada vagón. Pensó que sería algún viajero que estaba a punto de perder el tren, pero cuando estuvo más cerca, observó con asombro que esa pequeña figura, resguardada de la lluvia con una simple chaqueta sobre sus hombros, era Lucía. Seguramente habría encontrado la nota que él le había dejado y habría salido corriendo, impulsada más por su corazón que por sus piernas, sin importarle ni la tormenta ni el frío, en busca de una última mirada, una última palabra y un último beso.

Mario se puso en pie de un salto y golpeó la ventana para llamar su atención. Ella se detuvo al otro lado del cristal y fijaron sus miradas. Sus lágrimas se confundían entre las gotas de lluvia, que resbalaban besando sus mejillas. Hubiera querido bajarse y rodearla con sus brazos, pero en ese instante, el tren comenzó a avanzar lentamente, reanudando la marcha.

«I won’t wake up to the sound of your feet, walking down the hall, like a soft heartbeat, I won’t wake up, cause by the time that I do you’ll be gone»
Hoy mi canción es:
‘Gone’ Melody Gardot

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