Las notas musicales que emitía la voz del piano se enlazaban con la base de contrabajo y batería, fundiéndose a su vez con la melodía de la trompeta y el acompañamiento del banjo, formando una rítmica composición de jazz.

En una tarde como ésa en la que el sol se había retirado ante el impetuoso avance de legiones de nubes que amenazaban con conquistar el cielo, provocando la huida del viento, era sin embargo una delicia estar en ese lugar, sentado en el suelo, rodeado de tantas personas y formar parte del melódico viaje con destino a los años 20.

Un intenso y climático escalofrío contribuyó a mi estado de colocación musical en el momento en el que Roy Hargrove entró al compás con las primeras palabras de ‘September in the rain’, acompañado por la aclamación unánime del público.

Con todos los pelos de mi cuerpo erizados de emoción y sintiendo un calor placentero trepar por mi pecho hasta la cabeza, dirigí mi mirada hacia la izquierda y te vi.

Sentada a pocos metros de mí, abrazada a tus piernas, descalza, mirando al cielo con los ojos cerrados como queriendo absorber esa música embriagadora y relajante no sólo con los oídos sino también con los pulmones.

Como si fueses parte de esa extraordinaria experiencia me quedé observándote con devoción durante el rato, para mí eterno, que duró la canción.

El aire, que comenzaba a ser frío, mecía tu largo pelo al compás de las notas, o eso me sugería mi imaginación. Absorta en el deleite, alejada temporalmente del presente, ni siquiera notabas los pequeños temblores de tu cuerpo, cubierto únicamente por una camiseta sin mangas.

Con algo más que la simple intención de protegerte de la brisa nocturna me aproximé a ti con sigilo, temiendo despertarte del éxtasis musical en el que nadabas, y te arropé con mi chaqueta.

Fallando estrepitosamente en mi propósito más inocente, te devolví la sonrisa entornando los ojos y rodeándote con mi brazo invité a tu cabeza a descansar sobre mi hombro. Cerré los ojos y me dispuse a disfrutar de uno de los momentos más mágicos de mi vida…

Vino sin preliminares, sin esas cuatro gotas previas que te permiten buscar un lugar donde refugiarte. La lluvia más inoportuna de la historia quiso poner fin al repertorio antes de tiempo, pero no lo logró, pues los músicos, protegidos por una carpa, siguieron tocando.

Y de esa forma, acompañados por las notas de la canción que sonaría en mi cabeza al recordar esa tarde años después, corríamos cogidos de la mano, abriéndonos paso entre el inmenso gentío, pisando los charcos y calados hasta el alma, hasta que dejé de notar tu mano en la mía.

Me detuve en medio de la estampida de personas y buscándote desesperadamente con la mirada no te encontré. Te evaporaste como la niebla que se comenzaba a apoderar de todo lo que alcanzaba la vista.

Las gotas se deslizaban trazando lágrimas sobre mis mejillas. La luz difuminada de las farolas, la lluvia y el eco de aquella canción me acompañaron en mi último paseo por Central Park.

‘Everytime we say goodbye, I die a little, everytime we say goodbye,
I wonder why a little, why the gods above me, who must be in the know,
think so little of me, they allow you to go…’
Hoy mi canción es: ‘Every time we say goodbye’ Ella Fitzgerald

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