Me encontraba en un ring de boxeo, ataviado con calzón y casco azul y con unos enormes guantes rojos cubriendo mis manos. Delante de mí el oponente, con calzón negro y casco rojo, tenía la mirada fija en mí, pero mientras sus ojos relucían como los de un gato en la oscuridad, su rostro permanecía oculto en la sombra. Su postura era desafiante, dando pequeños saltos alternando las piernas en un continuo movimiento de balanceo, con un guante cubriéndose parcialmente la cara y con el otro ensayando golpes contra el aire, puñetazos que tenían escrito mi nombre.

El pabellón estaba a rebosar de gente y el ambiente era espectacular. Algunos llevaban pancartas de ánimo, que no se sabía a quién iban dirigidas, otros devoraban sus bocadillos y absorbían sus refrescos, otros jaleaban y gritaban, aunque no se podía entender bien lo que decían, otros en cambio permanecían en silencio en sus asientos, como si aquello no fuese con ellos o como si estuviesen allí en contra de su voluntad.

La expectación inundaba todo el recinto haciendo aún más espesa la atmósfera formada por el humo de los cigarrillos. Había cámaras de televisión por todas partes y los flashes salpicaban la marea de almas dibujando un mosaico abstracto y abigarrado, que amenazaba con romperse en cualquier momento.

Volví a fijar la vista en mi adversario y pude comprobar que era más alto y más corpulento que yo; le veía seguro de sí mismo, dispuesto a darme una paliza, comenzaba a impacientarse al verme dubitativo y distraido. Y sentí un repentino e intenso miedo al dolor. Una bella señorita, que fue recibida con piropos y groserías, levantó un gran cartel anunciando el inicio del primer round. Sonó la campana y los gritos del público se hicieron ensordecedores, penetrando en mi cabeza y derritiéndose en mis oídos, colapsados por los agitados latidos de mi corazón, sumiéndome en un estado de semi-inconsciencia, del que salí de golpe (nunca mejor dicho) al recibir el primer puñetazo.

En realidad fueron más de uno, todos seguidos en procesión, sin oposición ni reacción posible. Abrí los ojos lentamente, notando cómo se iban hinchando mis párpados y limitando el campo de visión. Me incorporé como pude y el otro púgil se abalanzó sobre mí sin piedad, esquivé los dos primeros manotazos y el tercero fue directo a la nariz. Los ojos ahora empezaron a llorar y el dolor, agudo e intenso como si me clavasen una aguja, se hizo insoportable. Me agarré a las cuerdas y volvió a sonar la campana.

Dejándome caer en un pequeño taburete de madera en una de las esquinas del cuadrilátero me dediqué a escrutar las caras de los asistentes mientras alguien, al que no me preocupé de mirar, aplicaba una bolsa de hielo sobre las heridas. Entre todos aquellos exaltados me crucé con una mirada familiar, que reconocí al instante y que me transmitió la fuerza necesaria para ponerme en pie de nuevo tras sonar la campaña.

El segundo asalto dejó de ser un monólogo y, aunque tuvo igual desenlace que el anterior, no fueron mis costillas y mis mejillas las únicas que acabaron doloridas. La simple presencia de esa persona en la grada me había devuelto una motivación que nunca había tenido y me inspiró una especie de instinto de supervivencia que me impulsó a morir matando.

Fueron pasando los rounds y esa breve mirada entre uno y otro era suficiente para volver al ring a tratar de salir con vida de esa ratonera en la que el gato campaba a sus anchas con las uñas y los dientes afilados.

El número ocho lucía en el cartel de la bella señorita, cuando la mirada de rigor a la grada no fue correspondida. Miré desesperadamente al asiento que ahora estaba desierto y toda la fuerza, el ánimo y la voluntad abandonaron mi cuerpo. Un castillo de naipes que se desploma sobre sus cimientos.

El resto fue muy rápido, un certero puñetazo contra un cadáver erguido fue suficiente para tirar la toalla y dar por terminado el combate.

La vida a veces te pega unas sacudidas tan violentas que amenazan con tambalear tus pies y derribarte. Los mitos se caen como piedras, las leyendas se convierten en historias de ciencia ficción, los héroes envejecen y se vuelven vulnerables. Es entonces cuando hay que tomar una decisión: buscar otros mitos, héroes y leyendas o renunciar a ellos.

«Where have all the good men gone and where are all the gods?
Where’s the street-wise Hercules to fight the rising odds?».
Hoy mi canción es: «I need a hero» Bonnie Tyler

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