Fue una locura, lo reconozco, pero ya estaba hecho. De vez en cuando no está de más permitirse una pequeña aventura, que aunque incomprensible a los ojos de los demás, le devuelve a la vida la emoción que muchas veces escasea en la rutina encorsetada en el trayecto entre tu casa, la oficina y viceversa. Pero eso sí, no hay que pararse a pensar en ello, porque si te detienes a sopesar pros y contras acabarías desistiendo de la idea. Por el contrario es mejor aprovechar ese empujón anímico, llamado impulso, cerrar lo ojos y echarse a andar sin mirar atrás.

A través del cristal que separaba mis pulmones de ese aire especial que respira la ciudad, sentado en el asiento de atrás de un taxi negro con el techo amarillo, observaba a mi alrededor, cada casa, cada esquina, cada plátano y también cada transeúnte que se dibujaba en la panorámica fugaz que ofrecían los nerviosos movimientos del vehículo abriéndose paso entre el tráfico.

Fue una postal sin remitente de un edificio de estilo parisino y espíritu hispano y con una frase sugerente escrita en el dorso: «Te invito a un café en el lugar donde el tiempo retrocede, donde la historia recuerda su esplendor, donde aún pervive la esencia de la música y la literatura. Sábado a las ocho de la tarde. Te esperaré.»

En ese momento sentí deseos irrefrenables de escapismo, de exotismo y de libertad. Nada importó la distancia, ni el coste, ni las doce horas de vuelo, ni el absurdo del viaje. Sólo una mezcla de curiosidad, juvenil rebeldía y hastío de lo convencional, que me condujeron al aeropuerto a la mañana siguiente.

Mi único equipaje, dada la brevedad de la visita, fue el libro de un escritor local, que durante el largo viaje me invitó a sincronizar dos realidades tan alejadas geográficamente (no tanto culturalmente), y a enamorarme del lugar antes incluso de verlo, como un amigo que te cuenta las maravillas de su nueva novia antes de presentártela. Sentía el calor y la vitalidad de sus gentes, el olor misterioso de la historia impregnando sus calles, la leve brisa a orillas del río.

El taxi continuó su marcha por la autopista del 25 de mayo hasta el cruce con la Avenida 9 de julio, en el que giró a la izquierda. Flanqueada por las calles Lima y Bernardo de Irigoyen, el vehículo recorrió once manzanas y viró de nuevo, esta vez a la derecha, entrando triunfalmente en la mítica Avenida de Mayo.

A ambos lados de la calzada, los plátanos protegían los genuinos edificios estilo art-noveau, ornamentados con figuras oníricas, sirenas y leones, balcones de herrería artística y cúpulas enormes con grandiosos remates. El suelo, ahora asfaltado, seguía manteniendo las huellas de tantas manifestaciones de hombres y mujeres en busca de la libertad.

A las ocho menos cinco minutos, el taxi se detuvo delante del número 825, pagué religiosamente y salí, siguiendo con la mirada su marcha. Me encontraba en la puerta de aquel local enigmático y antes de decidirme a entrar, reflexioné un segundo sobre la quimera de que realmente hubiese alguien esperándome en su interior. Eso en verdad ya me daba igual, ya que esa postal había significado para mí como un salvoconducto que me alejaba del agobio y la presión de la lucha cotidiana por la eficiencia laboral.

Nada más entrar me fijé en una placa dorada que indicaba el año de su apertura: 1858. Tomé asiento absorto por la singular atmósfera, enriquecida con las primeras notas de un famoso tango cuyo origen no logré identificar. La segunda mirada fue más completa y más cautivadora: la decoración inspiraba a la imaginación y trasladaba la mente a principios del siglo XX, con sus paredes de madera, mesas de roble y mármol verde, testigos presenciales de las tertulias y debates en los que participaron ilustres artistas y hombres de letras como García Lorca, Borges, Gardel, Arlt, Ortega y Gasset, entre tantísimos otros, que de alguna forma lograron contagiar algún elemento de su personalidad al local.

El asombro y la admiración impidieron que notase la presencia de una persona que se había sentado a mi lado; al volverme me vi observado por unos pequeños ojos oscuros, camuflados entre los cabellos lisos y largos, que ocultaban parcialmente su rostro tímido. Su saludo cordial creó enseguida un clima de familiaridad y complicidad que nos envolvió durante las siguientes horas, en las que el escenario, la música y el ambiente condicionaron la disertación distendida de dos desconocidos, que compartían sin embargo una sensibilidad especial por el arte, la belleza y la vida.

La peculiar velada no logró desvelar la misteriosa relación que nos había unido en ese lugar mágico. Sólo supe de ella que le gustaba tomar milkshakes, que era de Buenos Aires y se llamaba Romi.

«La ventanita de mi calle de arrabal, donde sonríe una muchachita en flor,
quiero de nuevo yo volver a contemplar aquellos ojos que acarician al mirar.»
Hoy mi canción es: «Mi Buenos Aires querido» Carlos Gardel

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